GUILLERMO MARÍN
INTRODUCCION
Cada una de las culturas con origen autónomo (Egipto, Mesopotamia, China, India, Mesoamérica, Cultura Andina) han contado con hombres de conocimiento que forjaron la infraestructura filosófica básica, sobre la cual se ha desarrollado una multiplicidad de valores, símbolos, sentimientos y actividades que le dan personalidad y rostro propio.
En la profundidad del tiempo, miles de años atrás, surgió, en lo que hoy es México, una sorprendente cultura madre, cuya pluralidad en tiempo y espacio ha conservado su matriz filosófica. Desde tiempos olmecas, pasando por tiempos toltecas y llegando al período previo a la Conquista, con los mexicas, existió un hilo conductor que fue hilvanando cada proceso, cada “nueva faceta cultural” de la misma matriz, cuya vigencia alcanza, oculta, la época actual.
Podemos apreciar esta matriz cultural en los vestigios arqueológicos y en la iconografía de los olmecas, y cómo se mantiene a través del tiempo, del espacio y de las culturas que les siguieron. Cada una de ellas retoma la matriz y la enriquece; por eso, el México antiguo se presenta ante nosotros como un mosaico pluricultural, cuya esencia o matriz es la misma. Esta matriz, elemento fundamental que dio continuidad al proceso cultural en el Anáhuac,[1], se desarrolló a través de miles de años en los que, poco a poco, fue perfeccionándose hasta llegar a su esplendor en el Clásico Superior.
Esta profunda esencia cultural no ha sido reconocida por occidente: en los tiempos de la conquista, porque los españoles no podían validar el desarrollo cultural avanzado de un pueblo al que brutalmente arrasaron, y en la actualidad, porque la supremacía occidental es avasalladora en los terrenos de la filosofía, la ciencia y la cultura. Los vestigios de la grandeza cultural del México antiguo casi sucumbieron en la oscuridad del tiempo y en las mentes de aquellos que fueron dominados por la fuerza.
En la actualidad, lejos de reconocer la existencia de una profunda filosofía del Cem Anáhuac,[2], se habla de una transfigurada religión politeísta, en la que todavía pesan juicios eurocéntricos. El pasado antiguo de México representa, para la gran mayoría de quienes detentan el poder político y cultural, una fuente de nacionalismo demagógico; un patrimonio cultural inconexo de piedras y objetos de gran valor estético cuyo atractivo “turístico” es importante sólo desde el punto de vista económico.
Pero ¿dónde está la base en la cual pueda sustentarse la auténtica riqueza de nuestro patrimonio cultural? Sólo la existencia de una filosofía anahuaca[3] puede dar sentido y explicación a miles de años de evolución y desarrollo.
¿Cómo podríamos entender el patrimonio cultural greco latino sin el estudio del conocimiento legado por sus filósofos y pensadores? Sin esa base fundamental, todos los vestigios de su pasado no tendrían una clara explicación. De la misma manera, sin el conocimiento de la filosofía anahuaca es más que difícil entender los procesos culturales del México antiguo. Quinientos años han transcurrido sin que las culturas dominantes hayan podido o querido reconocer, mucho menos entender, la filosofía del Anáhuac. En el siglo XVI los preclaros teólogos occidentales debatían acerca de si los indios tenían o no tenían espíritu. Hoy, varios siglos después, hay quienes piensan que no existió una filosofía del Cem Anáhuac, simplemente porque no existen bases “científicas” para comprobarlo. El Dr. Rubén Bonifaz Nuño, en su libro “Imagen de Tláloc”, cuestiona la actitud de minusvalía que han mantenido los investigadores sobre las culturas del México antiguo.
“… Tal vez así llegue a admitirse que aquellos hombres no eran los “primitivos adoradores de la lluvia, preocupados por la abundancia o la pérdida de sus cosechas, por la posible fertilidad de la tierra, sino que tenían un conocimiento metafísico de lo existente.
Un concepto del mundo que hiciera explicables sus cualidades de grandes matemáticos, astrónomos, ingenieros, arquitectos, escultores que, paradójicamente, le son reconocidas de manera universal. Porque todos están de acuerdo en afirmarlo: los antiguos habitantes de Mesoamérica eran insignes ingenieros y arquitectos; allí están, demostrándolo, las difícilmente igualables obras de los templos y las plazas edificadas, como por milagro, entre selvas o sobre cumbres vueltas en llanuras, en pantanos convertidos en tierra firme; allí la asombrosa utilización de los espacios y las masas, como en una música cósmica en que se alternan sin defecto los bloques de sonido con las armoniosas aberturas del silencio.
Eran, asimismo, incomparables matemáticos; así lo prueban sus cálculos, capaces de comprender la noción del cero, la mensurabilidad del movimiento, según las posiciones del antes y del después.
Eran, también se admite como indiscutible, poderosos astrónomos; la marcha de los cuerpos celestes, las leyes que determinan los avances y los retrocesos de los planetas, el cíclico progreso de las estrellas, las muertes y las resurrecciones de la luna, les eran del todo conocidos por la razón y por la experiencia; de modo que sus medidas del tiempo les daban la facultad de calcular, dentro de un calendario exacto y minucioso, fechas situadas en espacios ya ilimitados.
Nadie les niega la potestad de crear, en obras que más tarde se han considerado de arte, imágenes simbólicas o realistas de calidades supremas; el barro, la madera, el metal la piedra, los colores manejados por ellos, han llegado hasta nosotros en multitud de objetos cuyos valores plásticos transmiten con caba1 eficacia el testimonio de su voluntad de ser; eran pues, así se reconoce universalmente, magnos artífices, dominadores de técnicas que a la fecha no pueden aún explicarse cabalmente.
Se supone lícitamente que contaron con una sabia organización social bien jerarquizado, sustentada en sólidos principios morales, de acuerdo con los cuales la vida en común se desenvolvía ordenada y segura.
Se sabe que hablaban lenguas copiosas con que se podían expresar conceptos de máxima abstracción; lenguas suficientes a contener, directa y metafóricamente, las finuras y la solidez del lenguaje de la ciencia, de la filosofía, de las manifestaciones poéticas.
Todo eso y más, que no sería fácil de enumerar aquí se admite por todos como cosa evidente y probable.
Y todo eso puede sintetizarse diciendo que se admite sin duda que los antiguos habitantes de Mesoamérica eran hombres sabios, capaces intelectual y moralmente, conocedores de sí mismos y del mundo que los acogía. Sin embargo, cuando se trata de considerar la visión que ellos tenían de ese mundo y de sí mismos, los autores que lo hacen, casi unánimemente, los juzgan como salvajes rudimentarios, ocupados sólo en pensar la posibilidad de que la tierra fecundada por las lluvias les rindiera los frutos de que principalmente se alimentaban.
Bajo el pretexto de que constituían comunidades agrícolas, se les reducen todas sus fuerzas espirituales, la totalidad de sus concepciones religiosas y metafísicas, a un primitivo afán de alimentación material que sería para ellos el núcleo y la periferia de su existencia.
Salvo algunas excepciones, en todos los autores se encuentra esta inexplicable oscuridad de juicio.” Menciona Octavio Paz[4] que es revelador el hecho de que entre los investigadores de la faz oculta de México no existan nombres mexicanos. Esta indiferencia la atribuye Paz a la deformación profesional de los antropólogos de nuestro país debido a prejuicios científicos. Al respecto, dice que los antropólogos mexicanos son herederos de los misioneros y de los brujos, de los sacerdotes prehispánicos. Dice que, como los misioneros del siglo XVI, los antropólogos, más que para conocerlas se acercan a las comunidades indígenas para tratar de transformarlas e integrarlas a la sociedad mexicana. Y afirma que a diferencia de los misioneros que veían las creencias y prácticas religiosas de los indios como algo realmente serio, para los antropólogos mexicanos modernos sólo constituyen aberraciones y errores, que clasifican y catalogan “en ese museo de curiosidades y monstruosidades que se llama etnografía”.
El problema fundamental para acercarse a la comprensión integral de la filosofía de la civilización del Anáhuac, consiste en que deben tomarse senderos diferentes a los tradicionales. Con el uso exclusivo de la razón no se llega al conocimiento profundo de las culturas del Anáhuac. El meollo de este conocimiento se debe adquirir evitando voluntariamente el uso de la razón o desprendiéndonos de la visión “moderna” del mundo. El camino en primera instancia, puede parecer inaccesible para todos aquellos quienes sometemos todo lo que somos y lo que hacemos a los dictados de nuestra razón de manera “occidentalizada”. Pero lo cierto es que las culturas anahuacas poseían un conocimiento profundo y diferente, y que éste no se fundamentó en la realidad que podemos percibir y aceptar, de acuerdo a razonamientos lógicos que tienen como marco de referencia nuestra tradicional concepción del mundo occidental.
El propósito de este trabajo no es demostrar que existió dicha filosofía y un conocimiento profundo en el Anáhuac, lo cual es a todas luces evidente. Nuestro propósito es demostrar que esa filosofía o conocimiento profundo del mundo ha sobrevivido al sometimiento y al paso de los siglos, transmitiéndose de generación en generación de una manera secreta, y que, “por un designio del poder”, sale a la luz, en este mundo occidentalizado, a través de una serie de libros en los que se nos permite enfrentar los principios de un conocimiento brutal y contundente, el cual sacude una y otra vez nuestra razón para mostramos el esplendor de una realidad aparte en la que se fundamenta la milenaria “filosofía” anahuaca. Nos referimos a la obra de Carlos Castaneda, donde se resumen las enseñanzas de un hombre de conocimiento al cual Castaneda llama “Don Juan Matus”, indígena yaqui, poseedor de milenario conocimiento tolteca[5].
¿Podríamos a través del conocimiento de Don Juan encontrar los fundamentos de las culturas del México antiguo? Pensamos que nunca antes tuvimos tanta claridad sobre nuestros orígenes culturales desde el punto filosófico. Nuestra propuesta es invitar al lector a cambiar toda perspectiva fantástica acerca de los relatos de Castaneda, por una perspectiva filosófica profunda, con la que encontraremos las “razones” de la grandiosa civilización del Anáhuac. La arqueología eurocéntrica ha demostrado con creces, que por sí misma, queda muy limitada para “explicar” el conocimiento superior de la civilización del Anáhuac.
La Toltecáyotl[6], como dice Miguel León Portilla, o la Toltequidad, como la llama Don Juan, es la suma de conocimientos, usos y costumbres, que los pueblos del Anáhuac han elaborado a partir de la experimentación con diversas vías para allegarse el conocimiento. Don Juan, quien se llama a sí mismo “Tolteca”, dice que el conocimiento que posee no lo inventó él, que ha sido producto de muchos hombres que a lo largo de miles de años lo han ido formando y puliendo, preservándolo de peligros propios y ajenos. José Luis Martínez, en su obra “Nezahualcóyotl vida y obra”, en la página 80 dice: “No es extraño, entonces, que en sus ideas religiosas Nezahualcóyotl haya vuelto también a las antiguas doctrinas toltecas. Lo que sabemos de este pueblo es por lo general legendario e incierto. Para los antiguos pueblos indígenas de mediados del siglo XV, lo Tolteca o la Toltequidad o Toltecáyotl era un sinónimo de perfección, arte y sabiduría, y el pueblo o el período tolteca se consideraban el pasado remoto y dorado del conjunto de los pueblos nahuas”.
Según dice Don Juan, este conocimiento tiene dos grandes épocas. La primera se inicia muchos siglos antes de que tuviera lugar la conquista. En esa época los hombres que desarrollaban y exploraban este conocimiento fracasaron. Se obsesionaron con los extravíos y complejos mundos que atestiguaban y, cuando llegaron a su tierra pueblos indígenas conquistadores, los destruyeron y se apoderaron de ciertos conocimientos “superficiales”. Muchos de los hechiceros de México (los hechiceros y los llamados diableros, son personas que manejan empíricamente limitados conocimientos de la Toltequidad y que generalmente, lucran en medio de los males y pasiones de la gente) son descendientes de esos conquistadores, por eso su conocimiento es incompleto. Los hombres de conocimiento que sobrevinieron a esa crisis hicieron un recuento de sus prácticas milenarias y analizaron sus errores Así emprendieron un nuevo “ciclo”. Al poco tiempo llegaron los conquistadores españoles y muchos de los hombres y mujeres de conocimiento que desarrollaban la “nueva” Toltequidad fueron exterminados; otros se refugiaron en una impecable discreción que se ha mantenido desde entonces hasta nuestros días.
Cuando Castaneda tiene su encuentro con Don Juan, éste tenía un grupo de aprendices con los que venía trabajando en las “prácticas” de la Toltequidad, ya que como parte de las tradiciones, usos y costumbres de los hombres de conocimiento llamados “toltecas” o “naguales”, antes de “culminar” con su obra tenían que preparar a otro grupo para depositar en ellos el conocimiento, a fin de continuar con la tradición milenaria.
La selección de los candidatos a convertirse en aprendices es cuestión de “el poder”. Y es “el poder” el que selecciona a Carlos Castaneda, un estudiante de Antropología de la Universidad de California en los Estados Unidos, de origen sudamericano, quien se encontraba elaborando su tesis doctoral sobre las plantas medicinales y alucinógenas que usan los indígenas. Un maestro de Castaneda le presentó a Don Juan, quien pudo “ver” en Castaneda características especiales que lo señalaban y, a partir de ese momento, lo convirtió en su aprendiz.
La Toltequidad no acepta voluntarios. Aquéllos que son seleccionados poseen cierta configuración energética que es necesaria para adquirir dicho conocimiento y tienen que encontrar en el momento preciso a un nagual o maestro. Entrar a la Toltequidad o a la brujería implica cambiar el concepto que tenemos de nosotros mismos y del mundo. Para los toltecas el mundo, además de ser como nosotros lo percibimos, es también un mundo de cargas energéticas. El mundo “cotidiano” se percibe a través de la razón, mientras que el mundo de la Toltequidad sólo se puede percibir, como ya dijimos, evitando el uso de la razón; es decir, a través de la percepción directa de la energía. Los toltecas sostienen que el ser humano tiene otros elementos con los que puede percibir el conocimiento que se encuentra en la “otra realidad”, tan cierta como la que hemos aprendido a percibir desde niños con el uso de la razón.
Entender que el mundo y la realidad, además de ser como los percibimos, son, al mismo tiempo, diferentes, exige un gran esfuerzo de flexibilidad. Y para llegar a tener esa “flexibilidad” es necesario acumular suficiente energía o “poder personal”, como diría Don Juan, a través de un complejo procedimiento que los toltecas llamaron “el camino del guerrero”.
Cuando un hombre común acepta la posibilidad de que puedan existir otras realidades aparte de la que él percibe, puede convertirse en aprendiz. Cuando el aprendiz logra ahorrar energía a base de técnicas específicas que requieren gran esfuerzo y que implican un cambio dramático en la forma de vivir, entonces se convierte en un guerrero. Un guerrero es un individuo capaz de llevar a cabo la máxima disciplina y un absoluto control de sí mismo. El guerrero busca, a través de la impecabilidad de todos sus actos, llegar a la totalidad de él mismo.
Como toda corriente de conocimiento, la Toltequidad, el nagualismo o la brujería, tiene principios y técnicas, y percibe un objetivo final. Este conocimiento propone un camino diferente a los otros que se han propuesto en el devenir de la humanidad. ¿Cuál de los caminos tiene mayor validez? No es materia de este trabajo. Algo que hace realmente importante y diferente el camino propuesto por la Toltequidad de nuestros tiempos, es que en una época en la que la modernidad depredadora ha reducido a escombros los valores del Espíritu, esta sabiduría que se ha mantenido casi intacta, nos ofrece no solo, una “nueva pero milenaria” oportunidad de entender el mundo y la vida, sino un camino para llegar a la totalidad o trascendencia espiritual.
El desafío de aceptar la existencia de este camino al conocimiento, y aún más, el tratar de seguirlo, se antoja casi imposible. Porque para ello no sólo debemos vencer la resistencia natural a lo desconocido, sino que además debemos luchar contra un colonialismo cultural e ideológico de 500 años, el cual, por fortuna, no ha podido borrar del todo la esencia de nuestro origen cultural autónomo.
Como no somos seres humanos de conocimiento, ni guerreros, tendremos que empezar a tratar de “entender” lo que nuestra limitada razón no puede entender, pero como no contamos con otros recursos diferentes a la razón para entrar al mundo de la Toltequidad, nos valdremos de ella para allegarnos a este milenario conocimiento, tan propio y, a la vez, tan ajeno a nosotros. En el entendido que el “leer las enseñanzas toltecas de Don Juan”, de ninguna manera nos hace aprendices y mucho menos guerreros. Puerta comúnmente falsa en las que muchos fantasiosos lectores terminan accidentados.
Luego de leer con avidez toda su obra y ponernos en contacto directo con el mundo que sirvió de marco al aprendizaje de Castaneda, trataremos, con la mente abierta, de hacer un análisis del valioso contenido de sus libros tratando de salvar sus honestas confusiones y, desde luego, nuestras grandes limitaciones. Esperamos que nuestra razón no nos impida la comprensión del conocimiento silencioso de nuestros abuelos toltecas, en el que la razón pasa a un plano secundario.
Para tal efecto, la obra de Castaneda se puede dividir en “lo que dice Don Juan”, “lo que piensa Castaneda” y “lo que hace Castaneda”. Creemos que las dos últimas sólo son referencias circunstanciales de los “relatos de poder” o de “los centros abstractos de las historias de la brujería” Si usted se toma la molestia de subrayar en las obras de Castaneda lo que dice Don Juan, encontrará un espléndido, coherente e interesante texto de “filosofía tolteca”.
¿Y cómo es que un conocimiento, miles de años oculto, de pronto descorre su velo para ofrecernos los secretos tan celosa e impecablemente guardados por verdaderos hombres de sabiduría y de discreción monumentales? Pensamos que Carlos Castaneda escribe estos libros por designio de “el poder” y lo hace, a partir de “El don del águila”, con las técnicas de la Toltequidad, a través de la “ensoñación”, es decir, de la energía para poder “revivir” literalmente los hechos.
Es prudente señalar que parte de la confusión del propio Castaneda y de quienes leímos sus libros conforme aparecían en las librerías, es que el conocimiento que él fue adquiriendo estaba desarrollándose al mismo tiempo en dos realidades o campos: el del tonal y el del nagual.
En las dos primeras obras de Castaneda, el enfoque fantástico de sus estados de conciencia “no ordinaria” , no le permitió percatarse de la colosal y maravillosa sabiduría que era puesta frente a sus ojos. Inmersos en los detalles de sus experiencias con las plantas de poder, aparecen mezcladas e inconexas algunas de las enseñanzas y principios de la Toltequidad, lo cual provoca mucha confusión para el lector. Es obvio que Castaneda también sufría de esta confusión, misma que iba desapareciendo en la medida en que logra “ordenar”, a través del conocimiento recordado, las técnicas y procedimientos de la Toltequidad. Al avanzar en la obra de Castaneda, la claridad y la sencillez de los procedimientos resulta manifiesta.
Avancemos, pues, juntos, a través de la obra que ha dado pie al presente trabajo.
La obra del nagual Carlos Castaneda consta actualmente de nueve libros que, en orden cronológico, son: Las enseñanzas de don Juan, Una realidad aparte, Viaje a Ixtlán, Relatos de poder, El segundo anillo de poder, El don del Águila, El fuego interno, El conocimiento silencioso y El arte de ensoñar. Estos libros van describiendo, de una manera realista y honesta, los éxitos y los fracasos, las angustias y las alegrías, las dudas y las certezas del aprendiz ante su maestro y el inconmensurable, maravilloso y aterrador mundo del conocimiento de la otra realidad.
En cada uno de los libros están los elementos básicos que, concatenados, nos presentan una primera aproximación a la Toltequidad.
GUILLERMO MARÍN
Oaxaca, enero de 1991.
Compartilhado por Kauana Neves